Era preciso que me tomara unos
momentos y la viera transitar la habitación en su ropa interior. Esa piel que
dejaba ver detalles de encaje negro y deseo explicito, mientras me iba
permitiendo quererla tanto como si no pueda sostenerme en mí.
Volteó, cruzamos miradas, y mientras
mi respiración era la agitada oxigenación de mis células dilatadas bajo su
goce, ella jugueteaba con el espacio
vacío de la habitación que el humo que su cigarrillo no invadía.
Parpadeo.
Las olas de las sábanas la
rodearon, permitiendo que entre sus pliegues se perdiera la poca ropa que le
cubría. Lenta y suavemente la espuma de esas olas blancas la hacían emerger
para respirar, ella y yo, bajo el ensueño del momento, donde todo perdía espesura
y dejaba el ambiente como si Hipno vagara sobre nuestras cabezas.
Quise llamarle a mi lado, salvar
el poco espacio entre las sedientas llamas de mis dedos y su piel inundada de
la esencia de mi saciedad. Pero solo el aire y las sábanas la acariciaban,
creando celos en mí.
Respira, respira.
Recuerdo que bajo estas manos
ella temblorosa se entregó al deseo compartido; y entre suspiros y lenguas titubeantes
que jugaron a pertenecerse encontramos las caricias necesarias para
estremecernos y jurarnos la noche de las violetas.