domingo, 13 de noviembre de 2011

Marinero

De niño quise ser marinero, pero olvidaba que el único mar a mi alcance era el de la gente saliendo de las estaciones del Metro de la Ciudad de México, especialmente el de la estación Pino Suárez, un sábado entre las 12:00 y las 3:00. La gente surgía de la tierra cual geiser, con la exactitud de los trenes pasando por debajo de nuestros pies, mientras cruzabamos calles para atender a la zozobra de la clase media frente a los escaparates céntricos.
Aún ahí había tiempo para soñar, para recrearse con la ilusión de las grandes embarcaciones y los pequeños botes como los del Lago enclavado en lo más profundo del Bosque de Chapultepec, con las ardillas y los puestos de comida para el "picnic" capitalino.
De niño uno nunca sabe que el mar es tan distinto a las imágenes de los libros de texto gratuitos de la primaria. Y menos se iba uno a imaginar que ni la historia que a uno le cuentan en esas hojas es tan diferente. Uno corría con ilusión por las salas del Museo de Atropología e Historia, mirando las conchas, los penachos, las cruces, los indios, las conquistas, la pirámide, las espadas. No te imaginabas que todo iba mezclado con la sangre y el sudor de generaciones.
Será que quise ser marinero por culpa de Julio Verne. En las horas de primaria devoraba con auténtica gula literaria las obras del francés, mientras deseaba tener un globo con el cual pasar por sobre la Torre Latinoamericana, por sobre las nubes grises de la capital. Miraba con inquietud y sorpresa las imágenes impresas en esos libros, con la delicadeza del niño que no sabía que de ese deseo europeo solo guardamos los vestidos empolvados del porfiriato, en los museos o en los roperos empolillados de las clases altas mexicanas, descendientes de no-se-cual familia de "abolengo".
Quien iba a pensar que de marinero pasaría a ser escritor, y menos filósofo. Que Verne me perdone.